Una Semana en Bogotá

Una semana son siete días, no dos, ni tres, cierto? Entonces, alguien me puede explicar por qué la última se fue tan rápido? Y por qué, con todo lo que falta por ver y experimentar, sigo deseando que esta semana nunca se acabe? Así ha sido nuestra experiencia en Bogotá. El tiempo se pasa volando cuando se disfruta, eso es un hecho indiscutible. Claro está, lo contrario también es cierto, entonces espero que disfruten este post y que no se les haga eterno, porque es bastante largo. Siéntense cómodos, vayan por un café, pongan música, o simplemente prepárense, porque acá va.

Primero quiero explicar algo. Mis papás son de Colombia, y aunque gran parte de mi familia se fue a vivir a Costa Rica por ahí de la década de los setenta, casi toda mi familia por parte de mi papá y otro tanto por parte de mi mamá, vive en Colombia. En una casa en La Esmeralda, Bogotá, vive mi abuelita, Olga, junto con dos tías, Fanny y Claudia, y tres primos míos, Juan Jacobo, Verónica y Gabriel Simón. No lejos de ahí vive también otra tía mía, María Victoria, junto con su esposo Eduardo y sus hijos Sergio Andrés y Diego. Sencillamente no puedo ni empezar a contarles lo increíble que es cada una de estas personas.

Aunque yo había venido de visita hace diez u once años, no conocía a todos ellos. La razón es porque 3 de mis primos, Sergio Andrés, Diego y Gabriel Simón, tienen todos menos de diez años. Los otros dos, Juan Jacobo y Verónica, tienen nuestra edad.

Llegamos a Bogotá a las 8pm. Lo primero que hicimos Carlos, Adrián y yo desde que nuestro querido Rápido Ochoa nos dejó en la terminal de buses en Bogotá luego de un movido viaje de 12 horas, fué ir al baño. Lo segundo, llamar a Juan para avisarle que habíamos llegado. Luego pasaron 15 minutos, y los ví: Juan y Verónica estaban afuera de la terminal buscándonos, sin saber bien cómo éramos ni dónde estábamos exactamente. Claro, tres mochileros barbudos no se pierden tan fácilmente, entonces en seguida ellos también nos vieron y nos reunimos. Las sonrisas y la bienvenida que nos dieron ya nos mostró claramente lo maravillosos que son los dos. Luego de confirmar que yo era su primo y de presentarles a Adrián y Carlos, nos dieron la mejor de las noticias que nos pudieron haber dado en ese momento: que no encontraron ningún hotel en donde nos pudiéramos quedar. En realidad, ni buscaron. En realidad, no tuvieron ni tiempo de buscar. Por qué? Pues porque estaban muy ocupados preparando todo en casa para recibirnos y acomodarnos.

Procedimos a pedir un tiquete en una ventanilla, para abordar un taxi que nos lleve a La Esmeralda. Hablamos con un taxista, el cual relinchó algo dando a entender que no nos montaba a los cinco ni en sueños. Hablamos con otro, pero lo mismo. Entonces procedimos a pedir un segundo tiquete en la ventanilla, y nos repartimos en dos taxis, el del tipo que relincha y el que estaba atrás. Carlos y Juan se fueron en el primero, y Adrio, Vero y yo nos fuimos en el de atrás. Durante el viaje hablamos de cosas como la familia, y sobre los planes de llevarnos a conocer la ciudad los días que venían. Llegamos, pues, 15 minutos más tarde, a la casa de mi abuelita Olga.

Si alguna vez han sido recibidos como reyes en alguna parte, podrán empezar a entender cómo nos sentimos nosotros al llegar a la casa. Mi abuelita, mi tía Claudia y su hijo Gabriel Simón estaban esperándonos tan emocionados como nosotros. Nos mostraron donde nos íbamos a quedar, que era en un apartamento anexo a la casa (se comunican por dentro como si fueran una misma casa), donde vive Claudia con su hijo. Nos sentamos a hablar en la sala, y poco tiempo después llegaron María Victoria, Eduardo y sus hijos. Conversamos un gran rato sobre nuestro viaje, lo que habíamos visto hasta el momento, lo que nos espera en Bogotá y lo que nos falta en los próximos meses. Con cada minuto pasado nos sentíamos más en casa. Finalmente, instalados ya en Bogotá, nos fuimos a dormir.

Así fue nuestra llegada a Bogotá, completamente diferente a lo que habíamos vivido hasta ese momento en el viaje. Extrañamente por un momento olvidé que se trataba del mismo, de nuestro viaje por lo desconocido, de nuestras aventuras en el Sur… Esto era más como estar en casa, lo cual era un respiro muy bien recibido.

Al día siguiente nos despertamos y nos prepararon un desayuno. Fue el primer desayuno de verdad en muchas semanas, y lo agradecimos muchísimo. Conocimos a Conchita, una amiga/prima de mi abuelita que se iba a quedar en la casa el fin de semana. Juan y Vero tenían ya un plan para el día, así que entonces salimos a conocer la ciudad más grande que habíamos visitado hasta el momento.

Tomamos un bus a la zona de La Candelaria, y empezamos a caminar para conocer todo. Nuestra primera visita fue a la casa Botero, un museo de arte. Para quien no lo conoce, Fernando Botero es un artista colombiano contemporáneo de mucha importancia. Es el que pinta gordos, por si acaso. Suena conocido? Bueno, en fin, el museo se compone en su totalidad de piezas de la colección personal de Botero, quien las donó al gobierno colombiano en 1986. Había, por supuesto, pinturas y esculturas de Botero, pero también se encontraban desde obras de Picasso y Miró hasta trabajos más contemporáneos de artistas latinoamericanos.

Caminamos un poco más por la zona, y llegamos a un café Juan Valdez (quien toma café de Costa Rica, por cierto) y nos quedamos un rato hablando y tomándonos unos tintos (yodos). Ya que estábamos al lado de la biblioteca Luis Angel Arango, entramos. Es un lugar super interesante, con exposiciones de libros viejos y valiosos, y de arte en general. Justamente tenían en ese momento una exposición de título “Luz y Movimiento”, de un artista argentino de apellido LeParc. Es una de las exposiciones de arte más bellas en las que hemos estado. Consiste casi enteramente en cuartos oscuros con diseños hechos con luz y láminas de metal o espejos que reflejan esa luz, y la proyectan en la pared o en otros objetos. Realmente fue muy interesante y una experiencia muy bonita.

Seguimos caminando por toda la zona universitaria hasta llegar a la Universidad de los Andes, donde hay muchos chuzos (chantes) donde comer y tomar birra. El lugar escogido fué Chilis, donde comimos excelente comida típica, pero mexicana. Ya almorzados seguimos caminando por la zona, nos tomamos una birrita en la acera y seguimos hasta el Museo Nacional.

En el museo nacional hay un aerolito muy bonito, y luego un montón de retratos de señores españoles viejos. Ah, y también unos pelos de Francisco de Paula Santander. Super interesante…

Un poco adormilados, decidimos devolvernos al Hotel Abuelita. Estuvimos un rato preparándonos para salir de rumba en la noche, y terminamos en el bar La Candelaria. Es un lugar pequeño en donde ponen la música que uno quiera, con unas escaleras en donde la gente suele caerse y romperse la nariz. Tomamos Aguilitas y Club Colombias, y terminamos cantando “Vasos Vacíos” a todo pulmón como si no hubiera mañana. Nos fuimos solamente porque nos echaron a las 3 de la mañana. Es probablemente la mejor noche que hemos tenido en el viaje.

Nos despertamos el Sábado temprano, porque la familia nos había invitado a Zipaquirá, un pueblo que queda norte de Bogotá. Ahí hay una antigua mina de sal, que al estar ya explotada al máximo, convirtieron en una Catedral subterránea gigante. Se llama la Catedral de Sal, y es la segunda que construyen en la misma zona. Hay mucha sal. Es una atracción turística muy común, e incluso la alquilan para hacer conciertos y otro tipo de eventos. Fué una experiencia increíble estar a ciento ochenta metros bajo tierra, pasando por las catorce estaciones del viacrucis esculpidas en la misma mina.

Al día siguiente intentamos despertarnos muy temprano para subir al cerro Monserrate, el cual está siempre visible donde quiera que uno se encuentre en la ciudad. No logramos exactamente madrugar, pero llegamos a eso de mediodía. Íbamos con Vero, Juan y Mayda, una amiga de Vero. Decidimos subir por teleférico, ya que el clima amenazaba con mojarnos. Sin embargo, ya arriba el clima se despejó (gracias a un conjuro que hicimos en la cima) y pudimos ver la espectacular vista de Bogotá desde seiscientos metros de altura. Tomamos muchas fotos y la pasamos excelente. Para los que visiten Bogotá, Monserrate es un destino obligatorio.

Luego de ahí nos fuimos para el taller de Vero y Mayda. Ellas, junto otros dos socios, tienen una marca de ropa llamada Missil. Hacen ropa para jóvenes, con un estilo urbano y muy original.

El lunes llegó mi tía Fanny, que estaba en Chile de paseo. Nos fuimos todos a almorzar a un lugar de carnes, donde probamos el Chigüiro (una especie de roedor gigante, delicioso). Los siguientes días la pasamos con Juan y Vero. Visitamos el Parque Nacional, jugamos frisbee por horas en el parque Simón Bolivar, conocimos la “zona rosa” (como el Escazú de Bogotá) y terminamos celebrando adelantadamente el cumpleaños de Vero en la casa, con aguardiente y cerveza.

Llegó el que se suponía era el último día en Bogotá. Nos levantamos tarde (para variar), y fuimos con Vero a visitar el Museo del Oro (mientras Juan se sacudía el guayabo). El museo está en remodelación, pero lo que vimos fue muy impresionante. Una colección muy grande de orfebrería precolombina, acomodada de manera llamativa e interesante. Ya era tarde cuando salimos de vuelta a casa, y Bogotá nos llamaba a quedarnos una noche más. Decidimos que era lo mejor y le hicimos caso sin discutir.

Nuestro último día extra (el tercer “día extra” en Bogotá) fue el cumpleaños de Vero. Caminamos con Juan y ella por varios kilómetros en el centro de la ciudad, y terminamos en el taller de Missil. Junto con sus amigos le cantamos cumple años, y nos fuimos a la casa a preparar nuestra partida.

Nos tomamos un café, nos pusimos a hacer pulseras con Vero, organizamos música en la computadora, le instalé un emulador de Sega a mis primitos, hablamos con todos… pero al fin ya no pudimos posponer más lo inevitable. Nos pusimos a empacar con el mismo ánimo de quien va a un funeral, revisamos todo dos y tres veces, y nos pusimos nuestros zapatos “HiTec” y el resto del disfraz de mochileros. El primero de Septiembre fué difícil salir de casa a las cuatro de la madrugada, pero no hay palabras para decir qué tan difícil fue decir adiós a La Esmeralda.

La familia que nos hizo sentir en casa por una semana y un día, mi familia, ahora estaba despidiéndonos en medio del frío de Bogotá, pero con abrazos y palabras que nos hicieron sentir más calor que en una tarde en Barranquilla. Nos fuimos hacia la terminal junto con Juan, su novia, Vero y Zafiro, una amiga de Vero que llegó para su cumpleaños, y que nos ofreció llevarnos en su carro. Es difícil encariñarse con alguien en una semana, pero algo esa noche nos demostró que los lazos que hicimos en Bogotá eran más fuertes de lo que nunca nos hubiéramos imaginado. Nos despedimos todos. Abracé a mi primo. Abracé a mi prima. Nos dimos la vuelta y empezamos a caminar hacia el tumulto de gente, buses y oscuridad. Nos abrazamos y acordamos no mirar atrás… Bogotá nos llamaba a quedarnos otra noche, otras diez noches… pero ya era hora, si queríamos continuar, de decir adiós. Soltar todo y largarse… nuestro lema… esa noche en Bogotá nos dimos cuenta de su significado.

No fué un Rápido Ochoa esta vez, sino un Expreso Bolivariano, el que nos alejaría de Bogotá y de la gente más increíble que pudimos haber imaginado. Ahora hacia Cali. Quién sabe qué más nos espera.

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